jueves, 19 de febrero de 2015

el arroz de mi bisabuela


                                                                                         por Liliana Mizrahi

Febrero de 1988. 
Viví un tiempo en una comunidad espiritual, en San Pablo, Brasil.
Yo estaba tan triste que me costaba estar de pie y hablar. Mi madre había muerto, de un infarto masivo dos meses antes.
una amiga me llevó.

En la comunidad, el día empezaba antes de las 5 de la mañana. Meditábamos todos juntos y tomábamos el desayuno, después de agradecerlo.
Luego de ordenar el comedor, se repartían las tareas comunitarias.
 Algunos iban a trabajar a la huerta cerca del lago, o a la carpintería en plena montaña, en la casa nueva que estaban construyendo, también en la cocina, en el lavado de los baños, el arreglo del jardín, o bien, lavando los vidrios de las ventanas, preparando la comida del almuerzo, o alguna otra tarea que surgía. A media mañana, con la exactitud del reloj, todos dejaban de trabajar, (al mismo tiempo), para meditar y para comer una pequeña vianda. 
Comíamos en silencio y masticando despacio, meditativamente.

En el reparto de trabajos, dije que me cansaba mucho estar de pie, dije que estaba muy deprimida y me llevaron a la cocina, me sentaron en una silla, frente a una mesa, frente a una ventana, frente al jardín, y me pusieron delante una montaña de arroz, para que lo limpie. Era el mismo trabajo que mi bisabuela hacía durante horas, mientras cantaba "sentada en la ventana,,,". Empecé a hacerlo con facilidad, pasé un buen rato así, separando el arroz bueno que servía para comer, del arroz que no servía. Me pareció que la tarea, tan mecánica y rutinaria, no era significativa para mí, me empecé a cansar, recuerdo que por fin pregunté:
-¿qué es esto que estoy haciendo, para qué me sirve?
-Es una meditación zen, me respondieron los monjes tibetanos meditan así.
¡Ahhh! Me gustó que fuera una meditación, sin embargo, volví a preguntar:
-¿y qué aprendo haciendo esto?
-¡Bien!- me contestó una compañera - esto es, lo que vas a hacer, seguramente, cuando vuelvas a Buenos Aires, separar las personas y las cosas que son buenas para vos y tu evolución, de la gente y las cosas que no lo son. 
Es importante, aprender a diferenciar lo que es bueno, de lo que no lo es.

Esa fue una de las primeras experiencias: la lección del arroz. Una tarea que me parecía intrascendente, se convirtió en profunda y significativa. Veinte años después, sigue siendo imborrable y presente en mi vida diaria. Cuando terminé con el arroz, me dieron unas calabazas para pelar. 


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